"Las plumas de Julieta"


Era marzo. Nadie se salvó. 10 doctores, 20 enfermeras, 32 pacientes. El único sobreviviente, era un gato negro que desde fuera veía cómo el fuego consumía hasta el último rincón.
Los bomberos no pudieron hacer mucho; el hospital estaba en las afueras de la ciudad así que pocos se dieron cuenta cuando aún había tiempo.

Todo estaba en ruinas. Sólo los escombros de lo que una vez fue la más importante institución mental quedaron.  El origen del fuego era desconocido. Los peritos no encontraban una respuesta. Todo era incierto.

         El hospital era grande y frío. Paredes blancas y un poco vacío. No podía tener mucho, pues los habitantes correrían peligro.
Con tan solo poner un pie dentro los escalofríos recorrían todo tu cuerpo. No por nada era poco visitado.
Sólo los doctores, enfermeras y pacientes residían ahí.

         En otra época, había sido la primera casa de una feliz pareja recién casada. Venían llegando de su luna de miel:  un romántico recorrido por los pueblos mágicos de México.
         No podrían haber sido más felices y dichosos. Llevaban poco tiempo de conocerse, pero el suficiente para saber que querían estar juntos por siempre.

Se conocieron en el festival de Abril, en el cual todos los grandes estudiosos de la cultura mexicana, se reunían a compartir con el mundo sus conocimientos.
La pareja estuvo presente dando conferencias. Fue precisamente en una de las conferencias impartidas por ella, de nombre Julieta, que él, de nombre Germán, supo que esa mujer de mirada profunda y azul, sería su esposa. Seguro estaba y así fue.
Poco bastó para que ella pensara lo mismo.
        
Germán viajaba mucho por causas del trabajo y Julieta lo sabía.
Salían, platicaban, se despedían, se volvían a saludar y esa era su rutina. Siempre esperando verse una vez más.
Un día, antes de que él partiera otra vez, caminando por las calles viejas de la ciudad, Julieta le insistió en quedarse. Germán, hombre decidido, aprovechó la ocasión para sacar el boleto y decirle: –Rompe el boleto y no me voy. Pero si me quedo, nos casamos.– Julieta, atónita no respondió y continuaron el recorrido hasta arribar a su casa. Al llegar, Germán, antes de besarle la mejilla, le dijo que era en serio, que lo pensara y cuando regresara le dejara saber su respuesta, pero Julieta, mujer sin temores le dijo: –No hay nada que pensar. Nos casamos.– Acto seguido, tomó el rostro de Germán entre sus manos y le dio un beso que no dejaba espacio para las dudas, mientras los pedacitos de un futuro distinto caían lentamente  sobre sus pies.
La boda fue en junio.

        
La casa era grande y fría. Paredes blancas y un poco vacía. Pero pronto las paredes comenzaron a llenarse de cuadros y esculturas que ocupaban cada rincón, llenando de vida ese espacio que por un tiempo, sería su hogar.

Durante los primeros años, la pareja vivió feliz, pero después la cosas se tornaron extrañas.
Un otoñal y frío día de noviembre, mientras Julieta leía, un gato negro de ojos grandes y azules, apareció en la ventana. A Germán le agradaban los gatos, así que  en vista de que no tenía un dueño visible, optó por conservarlo.

         La mascota era la adoración de Germán, y aunque a Julieta le daba igual, el felino competía con ella y no soportaba verla cerca de su dueño.

Después de unos meses, durante los días lluviosos de febrero,  ocurrió un extraño suceso: plumas empezaron a aparecer por la casa, poco a poco, de una en una; primero culparon a los almohadones, después a los cobertores, pero cuando fue verano y tiempo de guardarlos, la plumas no se ausentaron, al contrario, aumentaron. –¿Palomas?– se preguntaba Julieta. Pero no había forma de que éstas entraran.  –¿El gato tal vez?– Pero si nunca salía de casa… Julieta comenzó a asustarse, pues las plumas aparecían por todos lados y por más que limpiara y las tirara, las malditas regresaban.

Cada vez que salía, podía sentir cómo las plumas la seguían, en su carro, en el mercado, en la oficina… Y sin ella darse cuenta, cada vez que les daba la espalda, las plumas cobraban vida y con  cierta gracia, se ponían de pie, caminaban en fila india hacia ella e incluso se podría decir que bailaban; tenían el ritmo de un escritor que tiene una lluvia de ideas y está por terminar su obra maestra.
–¡Qué diablos está pasando?–, Julieta se decía. No había un lugar en su ahora atormentada existencia en que las plumas no hicieran acto de presencia.
Germán siempre tratando de facilitar la vida de su amada, justificaba los hechos diciendo que tan sólo era gato que comía palomas y traía las plumas a casa.
Sin embargo, ella empeoraba día con día y para septiembre ya estaba perdida.

Una noche de luna llena, Julieta, ya loca y sin sentido, dormida, sintió algo que perturbó su sueño. Abrió los ojos y vio  cómo el gato se paseaba lentamente por la cama, acercándose y ronroneando mientras frotaba su negro y suave pelaje contra ella. Pero al verlo detenidamente, pudo ver como el pelaje se transformaba en suaves plumas negras y en unos cuantos segundos cubrían todo el pequeño y repugnante cuerpo. Y las plumas iban cayendo, una a una, dejando un rastro que poco  a poco envolvía a Julieta. Empezaron subiendo por sus pies, lento, pero sin darle tiempo para reaccionar, pues era presa de su propio miedo. Subían por su pantorrilla, por sus muslos, la pelvis, su vientre plano, sus senos y al llegar al cuello, Julieta, llena de temor, volteó a ver su esposo que dormía plácidamente, usó un último aliento para susurrarle un te amo y las plumas se apoderaron completamente de ella, asfixiándola.

Así se fue Julieta, entre un montón de plumas que revolotearon juntas y desaparecieron en lo alto del techo.
Nada quedó de ella.

Germán despertó para nunca jamás ver al amor de su vida. Lo único que quedaba, era el gato negro que yacía en el lugar de su amada.

Germán emprendió su búsqueda. Fueron los peores años de su vida, pues no había pista que pudiera guiarlo hacia ella. Se sentía muy solo y a pesar de que el gato era su adoración, no pudo evitar sentir odio hacia él, pues no hallaba a quién más culpar por lo ocurrido. Estaba seguro de que ese infeliz gato negro que nunca quiso a su mujer, había sido el culplable de todo.
No había movimiento alguno del gato del cual Germán no sospechara, pues tenía miedo de ser la próxima víctima. No dormía, no comía, no le quitaba los ojos de encima al desgraciado felino. Fue víctima de su propia paranoia. Y justo antes de perder los estribos, decidió dejar la casa. La vendió y desapareció de la ciudad.

Años después, la casa fue convertida en una institución mental, la cual llegaría a ser una de las más importantes del país. Lo habitaban: 10 doctores, 20 enfermeras, 32 pacientes y un gato negro que  ya estaba allí cuando ellos llegaron.
Nadie lo corrió, simplemente lo aceptaron como un habitante más,incluso era útil, pues los pacientes se relajaban al peinarlo o acariciarlo, les daba fáciles tareas que los ayudaba a sentirse importantes.
Sin embargo, un mes después, en noviembre, las plumas empezaron a aparecer. Los “locos” jugaban bruscamente con ellas y se hacían cosquillas riendo grotescamente hasta no poder más y caer en el suelo. Nadie sabía cómo llegaban.
Para el siguiente año, las plumas seguían presentes y los pacientes ya cansados de ellas, preferían ignorarlas. Pero uno de los locos, el más cuerdo de todos, las guardaba en una esquina de su habitación. Nadie sabía para qué, pero él las guardaba para el gato.

Un día mientras todos dormían en el cuarto de juegos, un extraño olor empezó a invadir el lugar. ¿Azufre? ¿Gasolina?
No hubo tiempo de adivinar, pues pronto el fuego comenzó a invadir el lugar. Rápidamente las llamas hicieron imposible la evacuación y no quedo más que sentarse y aceptar ese nuevo destino que no tardó en llegar.

         Era marzo. Nadie se salvó. 10 doctores, 20 enfermeras, 32 pacientes. El único sobreviviente, era un gato negro que desde fuera veía cómo el fuego consumía hasta el último rincón.
Mientras tanto, Germán a lo lejos observaba, reía y lloraba, pues el blanco de aquel catastrófico plan,  seguía de pie, observándolo.
Lentamente el gato caminó hacia él y ambos se miraron fijamente. Reconoció en esos ojos llenos de malicia y compasión, los mismos que lo enamoraron en aquel festival de abril; los que le deseaban los buenos días, las buenas noches, los que no volvió a ver después de aquella trágica noche…

No eran ni más ni menos, que los ojos de Julieta.

-Sara Jiménez, 2013


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